Esos locos bajitos

Ahí estábamos todos. En la puerta de la única tienda del pueblo, en dirección hacia la «temible» subida que llevaba a la calle principal. Todos con nuestros pantalones cortos, nuestras camisetas de algodón y nuestras bicicletas BH, Orbea, Rabasa, Torrot o GAC en las que no habían cambios de marcha. Ni cascos, ni gafas, ni culottes… nada de nada.

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Era día de contrarreloj. Como las que habíamos visto pocas semanas antes en el Tour por la tele. Se trataba de subir la cuesta, girar a la derecha, cruzar toda la calle hasta llegar a la iglesia, y de ahí hacia abajo para volver al punto de llegada/salida. Una vuelta. No hacía falta más. Si no recuerdo mal el primero tardaba 58″ en completar el recorrido. Las diferencias eran naturalmente pequeñas. Echando la vista atrás, sorprende como jamás nos llevamos a nadie por delante, pese a cruzar a tropocientos por hora las calles más concurridas del pueblo, que debían tener no más de 2 metros de ancho.

Eran otros tiempos. O quizá no. Pero no me consta que ahora se hagan ese tipo de cosas en el pueblo. Incluso habíamos hecho etapas «en línea» hasta el pueblo de al lado, que estaba a 4’5 kilómetros, o la etapa reina, aquella que subía un «puertaco» que entonces era como el Tourmalet y el Alpe d’Huez juntos.

Tardes de verano lejos del control parental al que ahora sometemos a nuestros hijos. Lejos de consolas y videojuegos. Alejados de la caja tonta, por lo menos hasta después de que acabara el capítulo correspondiente de «Verano Azul» (primera emisión!). Horas y más horas encima de sillines sin abertura prostaica, sin protecciones, sin riesgos de hipoglucemias y deshidratación… pero felices.