La cuesta del tío Dionisio



Este fin de semana he vuelto al pueblo. No fue allí donde di mis primeras pedaladas, pero casi. De hecho es para mi un lugar especial en esto de la bicicleta y ya he escrito de él otras veces.

Ha sido una visita fugaz, de pocas horas, con un corto paseo por sus pocas calles y nada más. Pero al subir por la calle de la Ruga no he podido evitar mirar hacia la calle que nace a la derecha, de la que nunca he sabido el nombre. Es una calle que tendrá unos 100 metros de longitud y un desnivel que con los años ha ido disminuyendo. Así, recuerdo la primera vez que la afronté con mi BH blanca y mis escasos 6 o 7 años y me pareció subir un coloso alpino. No me avergüenza decir que no pude coronarla y que debí realizar los últimos metros a pie hasta llegar a la puerta de la casa que marcaba la meta, la casa del tío Dionisio.

El tío Dionisio era un hombre mayor, tío de mi padre, aunque podía no haberlo sido y le seguiría llamando «tío», como se hace en muchos pueblos. Desde un pequeño ventanal del primer piso de su casa podía verse perfectamente la cuesta, siempre desafiante. A veces lo hacía mientras degustaba un poco de longaniza en conserva que nos ofrecía a mi padre y a mi su mujer Enriqueta.

Con el tiempo y más fuerza logré llegar a lo más alto sin bajarme de la bicicleta. Eso sí, el esfuerzo seguía siendo titánico. De hecho, habiendo como había y todavía hay, otras opciones para llegar al mismo punto del pueblo, a mi me encantaba el acto masoquista de desafiar esos pocos metros de desnivel.

Ahora, demasiados años después, miro esa cuesta como a uno de esos pupitres de escuela en los que por pequeños parece mentira que te hayas podido sentar. Su imagen ya no me produce respeto, sólo nostalgia. La ventana del tío Dionisio y de la tía Enriqueta ya hace años que no se abre, pero la rampa que llega hasta la que fue su casa seguro que sigue desafiando a pequeños soñadores ciclistas.