Inseparables

 

superaina 224 (3)
Paso la rotonda que deja a la izquierda en el Egara y ya veo el kilómetro 3, lo que marca el inicio de la contrarreloj que nunca me canso de hacer. Toca coger impulso para iniciar los primeros metros de esta dulce tortura a buen ritmo. Pulso el botón rojo del ciclocomputador y agacho la cabeza. Noto, sin embargo, una presencia pegada a mi rueda trasera. No lo había oído acercarse. Le saludo tímidamente y él me corresponde, aunque por el momento parece no tener mucho interés en pasar.

No lleva casco, un riesgo teniendo en cuenta que hasta que pasamos Les Pedritxes nos cruzaremos y nos pasarán un buen número de coches, y su maillot, antiguo pero no viejo, es problablemente una de estas réplicas de los equipos que exisitir en los años 50 -60. Su constitución es fuerte, aunque no es muy alto. Pasamos el kilómetro 5. Ahora viene una suave bajada que debe servir para recuperar piernas. Se pone a mi altura. Su pedalear es ágil. Mueve un plato que es más grande que el mío sin demasiadas complicaciones y su respiración es acompasada, tranquila. Pasamos por Les Pedritxes y se pone por delante. Intento aguantarle la rueda. Su ritmo es bueno y me siento cómodo detrás. Se gira y me mira, asintiendo con la cabeza, como preguntándome si voy bien, si puedo aguantar ese puntito más que añadió a la velocidad que llevábamos.

Me levanto sobre los pedales. Esta rampa del kilómetro 7 al 8 siempre es dura de subir. Él no se ha movido del sillín. Se le ve muy cómodo, como si prefiriera mi compañía a llevar su propio ritmo, que no dudo que es superior al que lleva ahora. Sus piernas están depiladas, o quizás no tiene mucho cabello. Son blancas como la leche, como si no hubiera salido mucho todavía y el sol no las hubiera empezado a tostar y darle ese color que se evindenciará aún más cuando vaya con culotte corto. Ya llegamos al kilómetro 9. Falso llano donde no hay que apretar mucho si no se quiere pagar algo más adelante. Me pongo a su lado. Me mira y me sonríe, con una expresión que me hace entender que voy bien, que el ritmo que llevamos es bueno.

Ya lo veo allí delante: es el kilómetro 10. Comienza el sufrimiento de verdad. Se levanta y comienza a mover la bicicleta de lado a lado. Abre más la boca para dejar que salga el aire. Yo lo imito. He tenido que bajar un piñón para poderle seguir la estela y las piernas duelen. Pasamos la curva de la Font de l’Olla a una velocidad considerable, mientras dejamos atrás a otro ciclista con las fuerzas más justas, probablemente debido a que debe rondar los 80 años. Aunque es un momento de angustia, el hombre no deja pasar la oportunidad de saludar a mi acompañante, con un gesto que me hace pensar que se conocen. Todo esto ocurre en pocos segundos, mientras encaramos ya los últimos metros de este tramo infernal. Ya está hecho. Ahora dos kilómetros para soltar las piernas y afrontar la parte final de la subida.

Me pongo delante. Es en estas zonas donde no se puede dejar de apretar los pedales si se quiere hacer un buen tiempo arriba. El compañero se mantiene detrás, aprovecha para echar un trago de agua y dejar de pedalear bien escondido detrás de mí. Me fijo en una cicatriz que tiene en la nariz y que tiene pinta de ser el resultado de alguna caída. Sus ojos rezuman tranquilidad. Último kilómetro y medio. Se pone en paralelo a mí y me incentiva a seguirle el ritmo sin adelantarme. Ahora lo veo claro, va mucho más fresco que yo. Respira casi sólo por la nariz, mientras mi boca ha vuelto a abrirse de par en bar como en el tramo duro anterior. Pasamos la zona del aparcamiento y ya vemos a 300 metros la casa.

Esto ya está hecho. De pie sobre los sillines apuramos las fuerzas para restar un par de segundos al cronómetro que se detiene al cruzar al lado del cartel «Coll d’Estenalles». Bajo la cabeza, mientras él sigue sin detenerse. Yo hoy daré media vuelta aquí, pero no tengo tiempo ni de podérselo decir. Ha iniciado la bajada hacia Talamanca. Me invade la sensación de vacío, de haber dejado escapar la oportunidad de hablar más con mi ocasional compañero. Por un momento, me entran ganas de cambiar de planes y lanzarme por la bajada tras de él … pero lo descarto sabiendo que no podría atraparle. Quién sabe, tal vez otro día en otra carretera nos volvamos a encontrar … aunque sé que ésta es su preferida.

La cuesta del tío Dionisio



Este fin de semana he vuelto al pueblo. No fue allí donde di mis primeras pedaladas, pero casi. De hecho es para mi un lugar especial en esto de la bicicleta y ya he escrito de él otras veces.

Ha sido una visita fugaz, de pocas horas, con un corto paseo por sus pocas calles y nada más. Pero al subir por la calle de la Ruga no he podido evitar mirar hacia la calle que nace a la derecha, de la que nunca he sabido el nombre. Es una calle que tendrá unos 100 metros de longitud y un desnivel que con los años ha ido disminuyendo. Así, recuerdo la primera vez que la afronté con mi BH blanca y mis escasos 6 o 7 años y me pareció subir un coloso alpino. No me avergüenza decir que no pude coronarla y que debí realizar los últimos metros a pie hasta llegar a la puerta de la casa que marcaba la meta, la casa del tío Dionisio.

El tío Dionisio era un hombre mayor, tío de mi padre, aunque podía no haberlo sido y le seguiría llamando «tío», como se hace en muchos pueblos. Desde un pequeño ventanal del primer piso de su casa podía verse perfectamente la cuesta, siempre desafiante. A veces lo hacía mientras degustaba un poco de longaniza en conserva que nos ofrecía a mi padre y a mi su mujer Enriqueta.

Con el tiempo y más fuerza logré llegar a lo más alto sin bajarme de la bicicleta. Eso sí, el esfuerzo seguía siendo titánico. De hecho, habiendo como había y todavía hay, otras opciones para llegar al mismo punto del pueblo, a mi me encantaba el acto masoquista de desafiar esos pocos metros de desnivel.

Ahora, demasiados años después, miro esa cuesta como a uno de esos pupitres de escuela en los que por pequeños parece mentira que te hayas podido sentar. Su imagen ya no me produce respeto, sólo nostalgia. La ventana del tío Dionisio y de la tía Enriqueta ya hace años que no se abre, pero la rampa que llega hasta la que fue su casa seguro que sigue desafiando a pequeños soñadores ciclistas.

Esos locos bajitos

Ahí estábamos todos. En la puerta de la única tienda del pueblo, en dirección hacia la «temible» subida que llevaba a la calle principal. Todos con nuestros pantalones cortos, nuestras camisetas de algodón y nuestras bicicletas BH, Orbea, Rabasa, Torrot o GAC en las que no habían cambios de marcha. Ni cascos, ni gafas, ni culottes… nada de nada.

22498

Era día de contrarreloj. Como las que habíamos visto pocas semanas antes en el Tour por la tele. Se trataba de subir la cuesta, girar a la derecha, cruzar toda la calle hasta llegar a la iglesia, y de ahí hacia abajo para volver al punto de llegada/salida. Una vuelta. No hacía falta más. Si no recuerdo mal el primero tardaba 58″ en completar el recorrido. Las diferencias eran naturalmente pequeñas. Echando la vista atrás, sorprende como jamás nos llevamos a nadie por delante, pese a cruzar a tropocientos por hora las calles más concurridas del pueblo, que debían tener no más de 2 metros de ancho.

Eran otros tiempos. O quizá no. Pero no me consta que ahora se hagan ese tipo de cosas en el pueblo. Incluso habíamos hecho etapas «en línea» hasta el pueblo de al lado, que estaba a 4’5 kilómetros, o la etapa reina, aquella que subía un «puertaco» que entonces era como el Tourmalet y el Alpe d’Huez juntos.

Tardes de verano lejos del control parental al que ahora sometemos a nuestros hijos. Lejos de consolas y videojuegos. Alejados de la caja tonta, por lo menos hasta después de que acabara el capítulo correspondiente de «Verano Azul» (primera emisión!). Horas y más horas encima de sillines sin abertura prostaica, sin protecciones, sin riesgos de hipoglucemias y deshidratación… pero felices.