El aire fresco que
envuelve a las 6 de la mañana. El inicio del camino, con los primeros rayos de
sol en el horizonte, pasando entre campos de cerezos y viñas. Esos kilómetros
iniciales tan familiares pero a la vez tan olvidados en el pozo de los años. Ese
puerto, ahí, esperando, como lo hizo aquella primera vez en la que no conseguí
vencerle. Esas primeras rampas duras, con ese asfalto descarnado, en una
carretera solitaria que me hace sentir más acompañado que nunca. Esa lucha cortés
entre la montaña y el ciclista que no tiene prisa, sólo un objetivo, que no es
otro que llegar a lo más alto sabiendo que esa ascensión no es una más, sino
que esconde en su interior recuerdos de juventud, preocupaciones y alegrías que
ya pasaron, personas que cambiaron o que ya no están.
Ese momento de coronar,
abriéndose una llanura eterna ante los ojos, justo antes de emprender viaje por
rectas inacabables, cruzando entre campos cubiertos de amarillo, solitario en
un paraje donde otros vehículos parecen no haber acertado a llegar. La llegada
a la capital de la comarca, todavía entre las sábanas, quieta, apaciguada, que
propone aminorar para no molestar, buscando el mejor camino que devuelva a las
solitarias carreteras.
Los penúltimos kilómetros, esos que siempre son los más
duros de recorrer mentalmente, aquellos que preceden lo esperado y temido, los
que no se acaban nunca e impacientan. El último puerto, el que retorna a la
realidad, en el que hay que exprimirse al máximo, el que hay que disfrutar ante
la poca certeza de volverlo a ascender en otra ocasión.
El final, la satisfacción,
el objetivo cumplido, el sueño realizado, la constatación de que a veces la
felicidad no se encuentra lejos sino al alcance de la mano, y que la vida se
nutre de pequeñas cosas que alimentan como los mejores manjares.