No soy experto en economía, ni en política, ni en sociología... vamos, que no soy experto en nada que me permita comprender lo que estamos viviendo en los últimos tiempos.
Todavía tengo grabadas en mis retinas a los estadounidenses llorando, maldiciendo, la victoria de Trump, que será su nuevo presidente. Alguien a quien parece que la providencia le ha regalado un cargo. Se ve que las cámaras de televisión tienen problemas para encontrar a alguno de los 49 millones de personas que le han votado. En cambio, los que han optado por la opción perdedora, parece ser que son mayoría en calles, estudios de televisión y redes sociales. Algo que debería parecer lógico si tenemos en cuenta las promesas electorales del nuevo presidente. Pero no. Ha ganado quien ha prometido muros, armas y proteccionismo.
Desgraciadamente, la situación vivida en Estados Unidos no es un islote de locura en el mar de la cordura. Al contrario. Podría decirse que lo sucedido forma parte de la regla establecida en los últimos tiempos, no de la excepción.
No hace tanto, en Colombia, se ha realizado un referéndum entre la población para decidir si se avalaba el proceso de paz que evitaría que continúe un conflicto que ha durado más de 50 años y ha dejado ocho millones de víctimas. El resultado fue que el pueblo votó que no a esa opción. Nuevamente se llenaron las calles de gente llorando, ávidos de intentar entender que habían votado sus compatriotas.
En España se acaba de proclamar presidente a alguien que tiene detrás suyo un reguero de corrupción inigualable. Lo ha hecho en última instancia con los votos del primer partido de la oposición, que han utilizado la forma vergonzosa de la abstención para no tener que pronunciar un “sí” sonoro y así limpiar su conciencia. Anteriormente, para su tranquilidad de espíritu, y en dos elecciones consecutivas, el partido que ya gobierna fue el más votado, con un buen puñado de millones de votos. Unas papeletas que, como en Estados Unidos, se ve que nadie metió en las urnas, a tenor de lo reflejado en las calles y redes.
Pero hay más. Europa, la Europa de la fraternidad, la que vivió la mayor crisis de refugiados tras el fin de la segunda guerra mundial, es la misma que hoy cierra fronteras y recibe con alambradas a los ciudadanos sirios que se han visto obligados a abandonar sus casas por una guerra. Un conflicto alimentado por los intereses económicos, muchos de ellos también europeos. Una situación que, nuevamente, ha vuelto a sacar a las calles a la ciudadanía para pedir a sus gobiernos esa humanidad que prometen en las campañas electorales.
Ante tal escenario, lo normal es que el planteamiento debiera ser el poder huir a un planeta en el que las personas estén orgullosas de lo que votan y de cómo actuan aquellos a los que han votado. Un planeta donde el objetivo sea mejorar lo que hay y no defender lo que queda. Un planeta donde la coherencia y la humanidad vayan de la mano y se presten a mostrar a la intolerancia y a los intereses que su opción es la que hay que apoyar. Un planeta que quizá habría que empezar a buscar antes de que éste en el que vivimos nos encuentre a todos.