Esa calurosa tarde de agosto
Debía ser sobre media tarde más o menos de un caluroso día de agosto cuando me dirigí al garaje donde guardábamos la bicicleta. Era una Peugeot verde botella de segunda mano que mi padre compró por 13.000 pesetas en un taller de Calatayud. La excusa fue que era para él. La realidad, que sólo yo la monté. Días atrás, por mi 19 cumpleaños, mi madre me había regalado un culotte. Negro, sin tirantes, muy básico pero que serviría para sustituir a aquellas mallas de correr con una hombrera cosida que hasta entonces había hecho servir.
El motivo o la suma de ambas compras era hacerme salir de la casa de veraneo, allá en el pueblo. Aquel año, por motivos variados, no me encontraba con los ánimos suficientes para quedar con nadie, ni para vivir las tradicionales fiestas.
Así que, con un maillot amarillo del Mercattone Uno, gorra del Puertas Mavisa y el culotte a estrenar, me dispuse a dar una vueltecilla con la Peugeot. No recuerdo si le hinché las ruedas antes de empezar, pero lo que es seguro es que la presión no debía ser ni por asomo la que tocaría. Eran lo que tenían las bicis de antes, que sin mantenimiento eran eternas.
El sentido del recorrido era el habitual. Hacia Acered, a 4’5 kilómetros de distancia. Pero aquel día quería ir más lejos. Me propuse seguir hasta Atea, que estaba 6 kilómetros más allá, en una ruta que también había experimentado alguna vez, y más tarde ir a Daroca. Eso ya eran palabras mayores. Pero el plan era mucho más ambicioso. Pese a qué entonces no existía el Google Maps ni GPS, vi clara la ruta, volviendo luego por Villafeliche y completando una vuelta de unos 60 kilómetros.
El recuerdo que me queda es que debí estar pedaleando unas 3 horas o más, con bastante calor y poco más. Que terminé orgulloso de haber podido cumplir con lo planeado. Supongo que, aún sin saberlo, planté la semilla de un árbol que ha ido creciendo con los años, primero en mi interior y luego exteriorizándolo.
Años después de «la hazaña» mi madre me desveló que aquella tarde pasaron bastantes nervios. Con tanta calor y tantas horas fuera de casa llegaron a preocuparse por mi estado. Me sorprendió, pues en aquel momento no me dijeron nada. Quien sabe si, de haberlo hecho, me hubiesen acobardado para futuras aventuras. Eso, como tantas otras cosas, nunca se sabrá…